viernes, 23 de noviembre de 2007

viernes, 16 de noviembre de 2007

B e t o (Tercera y última parte)

El tercer piso era una habitación amplia sin ventanas, con un espejo cerca de la puerta y una lámpara de pie algo deteriorada. Una cama desecha y un escritorio revuelto eran indicio de que alguien la habitaba. Beto observaba desde la puerta desilusionado, hasta que descubrió algo inquietante. Sobre el escritorio creyó ver uno de sus cuadernos, uno de los tantos que llevaba y traía todos los días desde el estudio del que esa mañana se había dado por despedido. Se acercó al escritorio para asegurarse; tomó el cuaderno, que efectivamente era del estudio, y revolvió los papeles: sus papeles, sus escritos, sus cuentos, sus anotaciones. La puerta se cerró de un golpe: estaba atrapado.
Alarmado Beto recorrió la habitación, una habitación que creía no haber visto nunca, pero que, según sus objetos, habitaba desde hace años. Sus libros, su ropa, todo lo que le pertenecía estaba allí. Intentó abrir la puerta, imposible. La desesperación lo invadía, tenía pánico. Intentando tranquilizarse y creer que se trataba de un mal chiste, tomó algunos libros y se sentó en la cama dispuesto a pasar el mal rato.
Eligió uno de Wilde y leyó en voz alta el primer capítulo. Al dar vuelta la página se encontró con una foto, un recuerdo de un verano en la casa de sus padres en La Plata. La tomó en sus manos esperando encontrar su retrato en el patio. Pero no, parado junto al geranio se encontraba el ente, la persona indescifrable que lo había arrastrado hasta esa habitación, el sujeto extraño de la parada del sesenta y siete. Beto gritó.
Aturdido se levantó de la cama. No podía entender lo que estaba pasando. Pedir ayuda era imposible, se encontraba dentro de una casona antigua casi invisible para la ciudad. Se dirigió hacia la puerta con la esperanza de abrirla y allí comprendió lo que sucedía. Como en la foto, no se encontró con el Beto que creía conocer: unos veinticinco años, pelo engominado y un rostro sin ninguna expresión lo miraban desde el espejo.

jueves, 8 de noviembre de 2007

B e t o (Segunda parte)

La casa estaba destruida: lo que alguna vez había sido un elegante piso de parquet apenas podía verse detrás de los escombros que caían del cielo raso; la humedad había atacado cada rincón volviendo los ambientes de un amarillo verdoso desagradable; los muebles parecían antiguos aunque poco podían apreciarse con tanto polvo encima. Beto caminaba temeroso tras el extraño, la oscuridad no le dejaba ver bien y el clima que se respiraba en esa casa no le gustaba nada.
Atravesaron alrededor de ocho habitaciones grandes antes de frenar al pie de una escalera de mármol blanco. Una claraboya dejaba pasar algo de luz, Beto pudo ver con mayor claridad a su compañero. El ente era un joven de unos veinticinco años; llevaba el pelo engominado hacia atrás, camisa y pantalón oscuro y una cara sin expresión alguna. Sin decir una palabra comenzó a subir los escalones. Beto hizo lo mismo.
La escalera daba a una segunda planta muy diferente a la anterior. El piso de azulejos enormes se reflejaba en un cielo raso hecho completamente de espejos. Las paredes estaban repletas de obras de arte, absolutamente todas de naturaleza muerta. No había muebles, el segundo piso era un pasillo enorme que terminaba en otra escalera de mármol, esta vez negra.
Beto no tenía miedo. La curiosidad lo intrigaba, la casa era un misterio y él quería resolverlo. Entusiasmado esperaba al pie de la escalera negra que el ente, a su manera, lo invitara a subir, pero este se mantenía inmóvil, dándole la espalda.
Luego de unos minutos eternos, el ente giró hacia Beto y en una voz entrecortada le informó que subiera la escalera negra, que él no podía acompañarlo. Sin más, se retiro por donde vinieron dejando a Beto solo. Caminó por el pasillo interminable hasta desaparecer en la distancia.
Beto dudó un instante y subió la escalera.

domingo, 4 de noviembre de 2007

B e t o (Primera parte)

Cuando la puerta de la habitación del tercer piso de la casa antigua en la calle Larrea se cerró detrás de él, supo que estaba atrapado.
Había caído ahí por una casualidad de esas que no se explican. Los hechos del 23 de abril se habían dado con tanta naturalidad que uno nunca se hubiese imaginado lo que le esperaba.
Juan Alberto Álvarez Castillo, Beto para los amigos, salió de su casa apurado; Llegaba tarde. Bajó por las escaleras y corrió a la parada del sesenta y siete que, como es de costumbre, no llegaba. Pasaron siete, si siete, diecisietes (que comparte parada con el sesenta y siete) y ni un sesenta y siete.
Beto estaba desesperado, el Dr. Jorge Buenavento le había dicho muy claramente que si volvía a llegar tarde que ni se molestara. Beto no podía darse el lujo de quedarse sin trabajo.
Siete y veinte: estaba jugado.
Beto hacía matemáticas con la cabeza; Según sus cálculos se debería haber tomado el colectivo a las y trece como muy tarde y bien clarito le marcaba su reloj digital siete y veintiuno. Imposible, no llegaba. El cielo estaba negro.
Ni un taxi, y bueno, empezaba a llover.
Esperaba, sin saber bien para que, claramente el trabajo estaba perdido. A eso de las y treinta y cuatro llegó una persona a la parada. Beto la calificó como persona ya que le resultó indescifrable tanto el sexo como la edad del ente que estaba parado justo detrás de él.
La vereda se volvía más gris. La gente huía despavorida del principio de la tormenta.
Nadie quedaba en la calle, salvo Beto y la persona.
Una incomodidad injustificada lo agobiaba. La situación no era más que una típica circunstancia cotidiana: dos personas esperando al maldito sesenta y siete que no se dignaba a venir. No sabía porqué, pero estaba nervioso.
Diluvio, se largó con todo.
Beto se tapó como pudo con uno de los cuadernos del estudio, total ya se había dado por despedido.
El ente lo tomó de un brazo. Con la lluvia molestando, Beto no pudo descifrar que era lo que le decía, pero supuso (y supuso bien) que quería llevarlo a resguardarse del agua.
Corrieron unas cuadras. La persona lo sujetaba con fuerza, Beto asumió que se trataba de un hombre.
Luego de varios minutos de correr frenéticamente por las cuadras empapadas del barrio de Palermo, el ente y Beto se detuvieron frente a un portón rojo.
La persona hizo una seña con la cabeza y abrió la puerta, sin llave simplemente la empujó con el cuerpo.
Beto dudó un instante, el ente lo tomó de la mano y, sin saber muy bien si fue por su decisión o por la fuerza constante que ejercía el extraño sobre él, entró en el edificio.

miércoles, 17 de octubre de 2007

H a w a i

Se levanta temprano sin tiempo para desayunar. Elige una camisa y le hace un nudo inglés a su única corbata. Baja las escaleras de dos en dos como lo hizo siempre, inconcientemente, desde que aprendió a subir y bajar escaleras en su casa de la infancia, esa que tenía dos pisos y quedaba en Bahía Blanca en la calle Alsina.
Camina apurado con pasos largos; dobla en la esquina de Las Heras y Austria y, otra vez, de dos en dos, sube las escaleras del supermercado Hawai justo en esa esquina.
Pasea por las góndolas; dobla en la primera, después en la segunda y ahí nomás se planta. Saca una cámara de fotos del bolso verde que tiene hace como siete años, desde su cumpleaños de dieciocho en el que esperaba un auto o su primer viaje (en realidad había viajado varias veces a Buenos Aires desde Bahía, pero eso no contaba) pero en vez de eso recibió un bolso, un bolso verde de esos que la gente usa cruzado pero él siempre lo lleva en un hombro, esos bolsos de los más comunes que se compran en cualquier negocio de bolsos; y no tuvo más remedio que aceptarlo como regalo de dieciocho y de sonreir porque si no sonrie con los regalos de cumpleaños (en especial en un cumpleaños tan importante como lo es el de dieciocho) su mamá se enoja, y cuando ella se enoja siempre se pudre todo. Y ahí nomás en la intersección de la góndola de los lácteos y la de las latas dispara su cámara de fotos unas cuantas veces, como seis, todas apuntando al mismo lugar, a la caja numero tres, a la caja del medio, más precisamente la caja de la chica de los rulos lindos. La que usa pulseras de plástico, la que lleva la remera del supermercado Hawai con el cuellito para arriba, la que no sabe que él le saca fotos; no quiere molestarla lo que pasa es que a él le gusta sacarle fotos a las cosas lindas y, desde que vino a vivir a Buenos Aires, la chica de los rulos es lo más lindo que encontró.
Después de las tomas guarda su cámara en el bolso verde y corre a su casa a dejar la corbata y a cambiarse la camisa por una remera más tranquila como para ir a la facultad. Lo que sí, deja su cámara en el bolso verde a ver si en el camino encuentra algo digno de ser retratado, aunque sabe, y con certeza, que lo mejor de lo mejor esta a la vuelta de su casa de Buenos Aires, en la esquina de Las Heras y Austria, en la caja del medio, la número tres, la del supermercado Hawai.

miércoles, 3 de octubre de 2007

lunes, 1 de octubre de 2007

S e l v a (Parte 1)

Abre los ojos.
Permanece inmóvil como una estatua.
Su mirada fija en el cielo raso un tanto afectado por los años.
Su mente en blanco, su cuerpo tieso.
El calor de la mañana intensifica el olor a encierro de la habitación.
Selva parece no notarlo; Se queda quieta, como muerta, en su viejo colchón de pluma.

jueves, 27 de septiembre de 2007

miércoles, 26 de septiembre de 2007

martes, 25 de septiembre de 2007

j u a n a

Martes, diez de la mañana. Juana debería estar en clase de matemática aprendiendo algo sobre vectores. Sin embargo, lejos de eso, se encuentra sentada en un pasillo largo mirando el techo. Una mancha enorme de humedad parece espiarla desde el cielo raso. A su lado, su mamá Beatriz no logra quedarse quieta. Impaciente mira el reloj, manda un mensaje de texto, mira el reloj, saca algo de la cartera, mira el reloj, revisa sus bolsillos y mira el reloj.
Por el pasillo cientos de padres con niños, talentosos, sonrientes y entre ocho y catorce años (como bien decía el anuncio del diario) esperan su turno. Cada veinte minutos llaman a alguien que debe dirigirse a la puerta del fondo.
Once de la mañana, empieza la prueba de Lengua.
Juana no tiene la menor idea qué es lo que esperan. Sabe que tiene que portarse bien, tener paciencia y hacer exactamente lo que le pidan. El pasillo le parece hasta más aburrido que la escuela. Desperdiciar una falta para mirar el techo no le parece muy inteligente, pero no tiene mucha opción.
Después de unas dos horas de espera, vectores, prueba, recreo largo y unas cuatrocientas miradas al reloj, llaman a Juana. Beatriz la manda hacia la puerta.
Todo es muy rápido. Parate acá, cantá una canción, decí esto, sonreí, sonreí más, foto, otra foto, muchas gracias y adiós.
Juana se retira para encontrarse otra vez con su madre. Beatriz tiene cientos de miles de preguntas para su hija. Necesita saber que todo salió de maravillas. Juana contesta con monosílabos; La realidad es que no tiene ni idea que es lo que pasa.
Setenta y dos horas después suena el teléfono: es la elegida.
Siguiente lunes, ocho de la mañana. Nada de geografía para Juana. Sentada en otro pasillo, casi igual al otro pero diferente, espera.
Un Joven la maquilla, otro la peina. Está lista, casi irreconocible detrás de tanta pintura para ojos.
Nueve de la mañana, actividades prácticas y Juana bajo un reflector de luz verde. Es fácil: tiene que agarrar la cuchara, probar el postre de vainilla, poner cara de qué rico y listo.
Cuarenta y tres tomas más tarde y como una hora de historia, dos de naturales y unas cuantas de computación termina el trabajo.
Meses más tarde el comercial está al aire.
Juana se convierte en estrella y repite de grado.
Su madre está orgullosa.