viernes, 25 de abril de 2008

ca m p a n as

Pueblo chico infierno grande, eso dicen, y Santa Laura no era la excepción.
Algo más de quinientos habitantes, un hospital, una escuela y una iglesia en la parte alta. Un sacerdote, el padre Antonio, que había venido de visita hacía treinta años y todavía vivía allí. No era para menos, la vida en el pueblo para el cura era de lo más conveniente: sin horarios ni exigencias, a su gusto hacía sonar las campanas y así el pueblo sabía que estaba con ganas de celebrar la misa. Gente muy devota que apreciaba al padre Antonio como a ningún otro habitante.
Unas semanas antes de navidad, empezó a difundirse un rumor por el pueblo. Comenzó en la zona menos habitada, la de las casas separadas allá por el campo, en pocos días llegó a los barrios linderos y así, de boca en boca, llegó a la iglesia del padre Antonio.
Había un niño santo entre los habitantes de Santa Laura, un elegido, una criatura mágica. Vivía en el campo, en una casa muy humilde de barro y chapa. Era el más pequeño de ocho hermanos; hijo de una lavandera y un herrero.
Según decían su primer milagro había sucedido el día de su cumpleaños, parece que una de sus hermanas estaba al borde de la muerte (una versión decía que se había ahogado en la laguna a pocos kilómetros de Santa Laura y la otra versión que se había prendido fuego el pecho cuando jugaba cerca de la chancha de gas). De cualquier forma, según decían, el niño mágico la tocó con su manito chiquita de niño de menos de cinco años, y la curó. La dejó como si nada.
No hizo falta mucho más que eso para que el pueblo entero hiciera cola frente a la puerta de la humilde casa del herrero y la lavandera, esperando ser sanados.
El padre Antonio entendió enseguida que el supuesto acontecimiento no era más que una coincidencia. El pobre chico estaba asustado no podía comprender que sucedía y menos aún curar de sus males a un pueblo expectante que aclamaba por una niño fantástico.
El cura intentó interponerse. Imposible, ya no era el más escuchado del pueblo; ahora todos querían ver al niño, ese que podía curar el mal de ojo, el dolor de espalda y hasta enfermedades de las graves.
El padre Antonio no tuvo más remedio que volver por donde vino.
Cada vez menos asistían a su llamado, hasta que en navidad fue definitivo, nadie se presentó a la misa.
El padre Antonio cerró las puertas de la iglesia; y Santa Laura se quedó sin el sonido de las campanas.

viernes, 18 de abril de 2008

démocra t i e

En el piso de la cocina del departamento de Luís esperaba ser descubierto un sobre marrón. Estaba ahí hacía como cuatro horas, desde que el portero amablemente subió la correspondencia que Luís nunca bajaba a buscar.
El sobre contenía una encuesta y una carta, ambas firmadas por el gobierno. La carta decía que, aunque uno no quisiera, había que completar todas las preguntas de la encuesta (lo decía de una manera muy educada y formal pero decía eso).
Luís descubrió el sobre, lo abrió, leyó la carta y se acomodó en la mesa del comedor diario para contestar la encuesta.
Las primeras preguntas eran las típicas: nombre, apellido, dirección. La segunda parte se ponía más detallista: nombre del padre, de la madre, grupo sanguíneo. La pregunta del final era bastante rara: Es usted feliz? Y a continuación dos opciones: feliz o infeliz.
Sin pensarlo demasiado Luís marcó una opción y, siguiendo con las instrucciones que se explicaban por alguna parte de la carta, metió la encuesta completa en una carpeta y la mandó a la dirección que se indicaba en el reverso del sobre marrón que el portero había subido a su casa esa mañana.
Un par de meses más tarde el gobierno dio a conocer públicamente las conclusiones. Diarios, noticieros y radios de todo el país daban la noticia: el 74% de los argentinos dice ser feliz.
A Luís no pareció importarle ser parte del 26% restante hasta escuchar la segunda parte de la noticia: la gente es mucho más feliz rodeada de gente feliz así que, por el bien de la mayoría, habrá que deshacerse de los infelices.

sábado, 12 de abril de 2008

La cuadra del pueblo en donde estaba la casa era la cuadra más tranquila de todas. La calle de tierra, las medianeras bajas, los perros atados. La casa estaba en la esquina y la seguían otras cinco casas casi iguales a ésta, solo que más prolijas, con jardines mejor arreglados y con cortinas mucho más limpias.
La casa de la esquina estaba bastante dejada, no al punto de parecer deshabitada pero si tanto como para darse cuenta y como para que los vecinos comentaran lo fea que estaba la casa de la esquina.
La gente que vivía en la casa no salía casi nunca. En realidad solo salía uno, Augusto, un hombre alto, tranquilo, bastante reservado. Augusto salía para hacer compras, para arreglar (muy de vez en cuando) el jardín o, en caso de que algún vecino tocara el timbre, siempre atendía Augusto.
Augusto, además, también se encargaba de todo dentro de la casa. Vivía con sus dos hermanos: Imelda varios años mayor que él y Damián, el menor, el protegido de Augusto. Los tres habían quedado huérfanos hacía años y casi sin darse cuenta se pasaban la vida metidos en la casa de la esquina.
Los días eran muy rutinarios para todos. Augusto se levantaba a las seis en punto. Preparaba el desayuno, ordenaba la sala de estar y el comedor, levantaba a sus hermanos y como hasta las dos de la tarde se la pasaban los tres tirados en el cuarto de Damián riendo y recordando historias viejas, algunas reales y otras inventadas. A eso de las dos y media Augusto preparaba el almuerzo en la mesa para él y para Damián, y una bandeja que armaba religiosamente todos los días para Imelda.
El resto del día se le iba en arreglos dentro de la casa mientras que sus hermanos se pasaban horas tendidos en sus camas, siempre llamándolo, distrayéndolo de sus tareas, siempre buscando su atención.
Pasadas las diez de la noche preparaba dos bandejas, no solo Imelda disfrutaba de comer en la cama, Damián se negaba a levantarse para cenar.
Augusto era feliz.
Todos los días eran exactamente iguales. Los mismos horarios, las mismas actividades, la exacta misma rutina que Augusto seguía hace más de una década. Todos los días eran iguales, todos menos ese día, ese día en que todo fue diferente. Todo fue diferente y horrible. Todo fue horrible y todo cambió para siempre.
Augusto se levantó a las seis, hizo el desayuno y ordenó la sala de estar y el comedor. Se dirigió al cuarto de Imelda para despertarla, pero ella no estaba en su cama. Extrañado buscó a Damián, peor tampoco estaba allí.
Inmediatamente sintió pánico. Corrió hacia la puerta y no se detuvo, cruzó el jardín y parado en la esquina, justo en la intersección de la calle Moldes y el pasaje Aurora, gritó.
La gente no tardó en aparecer, los curiosos primero, los preocupados después y hasta los más miedosos más tarde. Toda la cuadra y alrededores estaba en la esquina.
Augusto contó entre sollozos que le faltaban sus hermanos, que Imelda había desaparecido, que Damián no estaba en su cuarto.
El malón de gente enfiló hacia la casa de la esquina.
Ahí les esperaba lo peor, en realidad a Augusto le esperaba lo peor. Todo iba a cambiar para siempre.
La casa era un desastre, un olor putrefacto impregnado en las paredes hizo retroceder a unas cuantas personas nauseabundas. Pilas de diarios, pilas de platos, Augusto no podía comprender, si tan solo antes de ayer había hecho la limpieza general y una de las más profundas, hasta Imelda había ayudado.
La gente siguió avanzando por la casa. Las habitaciones estaban atestadas de bandejas, todas con platos llenos de comida (la mayoría en un estado de descomposición tal que era imposible adivinar de que se había tratado).
No había ningún indicio de que alguien más habitara la casa. No había ropa, ni objetos personales de ningún tipo. Un solo cepillo de dientes en el baño, una sola silla en el comedor, todo indicaba que Augusto estaba solo.
La gente comenzó a indagarlo y justo allí fue donde todo cambió. Las miradas, el tono de voz. ¿Acaso esta gente creía que Augusto estaba loco?
Lo tomaron de las manos y los pies y, contra su voluntad, lo llevaron al hospital del pueblo.
El cambio allí fue drástico. Diagnóstico realizado sellado y confirmado por los tres especialistas más especialistas de los alrededores.
Imelda y Damián son solo producto de su imaginación, algo así le dijeron.
Imposible, como?, como sucedió?
Augusto sufrió en silencio varias semanas o meses o años no sabía, la medicación era tan fuerte que casi no lo dejaba pensar en nada.
Solo extrañaba, y mucho, a Imelda y a su protegido, Damián.
Está deprimido, le dijeron.
Y lo medicaban y no lo dejaban salir; ni siquiera asomarse a la ventana que él sabía estaba en el pasillo al que daba la puerta del pequeño cuarto en donde se pasaba las semanas o meses o años, no sabía.
Hasta que un día todo cambió otra vez. Augusto se dio cuenta que los doctores se equivocaban. Sus hermanos no habían desaparecido o al menos la medicación no había podido con ellos. Y allí estaban, en el cuartito de Augusto. Y habían venido para quedarse, decían. Y los tres juntos hablaban y se reían y se ponían al día. Y jugaban a juegos, y se burlaban de los doctores y a veces, solo a veces, se peleaban y se gritaban pero así y todo se quedaron juntos Augusto, Imelda y Damián por semanas y meses y años.