sábado, 12 de abril de 2008

La cuadra del pueblo en donde estaba la casa era la cuadra más tranquila de todas. La calle de tierra, las medianeras bajas, los perros atados. La casa estaba en la esquina y la seguían otras cinco casas casi iguales a ésta, solo que más prolijas, con jardines mejor arreglados y con cortinas mucho más limpias.
La casa de la esquina estaba bastante dejada, no al punto de parecer deshabitada pero si tanto como para darse cuenta y como para que los vecinos comentaran lo fea que estaba la casa de la esquina.
La gente que vivía en la casa no salía casi nunca. En realidad solo salía uno, Augusto, un hombre alto, tranquilo, bastante reservado. Augusto salía para hacer compras, para arreglar (muy de vez en cuando) el jardín o, en caso de que algún vecino tocara el timbre, siempre atendía Augusto.
Augusto, además, también se encargaba de todo dentro de la casa. Vivía con sus dos hermanos: Imelda varios años mayor que él y Damián, el menor, el protegido de Augusto. Los tres habían quedado huérfanos hacía años y casi sin darse cuenta se pasaban la vida metidos en la casa de la esquina.
Los días eran muy rutinarios para todos. Augusto se levantaba a las seis en punto. Preparaba el desayuno, ordenaba la sala de estar y el comedor, levantaba a sus hermanos y como hasta las dos de la tarde se la pasaban los tres tirados en el cuarto de Damián riendo y recordando historias viejas, algunas reales y otras inventadas. A eso de las dos y media Augusto preparaba el almuerzo en la mesa para él y para Damián, y una bandeja que armaba religiosamente todos los días para Imelda.
El resto del día se le iba en arreglos dentro de la casa mientras que sus hermanos se pasaban horas tendidos en sus camas, siempre llamándolo, distrayéndolo de sus tareas, siempre buscando su atención.
Pasadas las diez de la noche preparaba dos bandejas, no solo Imelda disfrutaba de comer en la cama, Damián se negaba a levantarse para cenar.
Augusto era feliz.
Todos los días eran exactamente iguales. Los mismos horarios, las mismas actividades, la exacta misma rutina que Augusto seguía hace más de una década. Todos los días eran iguales, todos menos ese día, ese día en que todo fue diferente. Todo fue diferente y horrible. Todo fue horrible y todo cambió para siempre.
Augusto se levantó a las seis, hizo el desayuno y ordenó la sala de estar y el comedor. Se dirigió al cuarto de Imelda para despertarla, pero ella no estaba en su cama. Extrañado buscó a Damián, peor tampoco estaba allí.
Inmediatamente sintió pánico. Corrió hacia la puerta y no se detuvo, cruzó el jardín y parado en la esquina, justo en la intersección de la calle Moldes y el pasaje Aurora, gritó.
La gente no tardó en aparecer, los curiosos primero, los preocupados después y hasta los más miedosos más tarde. Toda la cuadra y alrededores estaba en la esquina.
Augusto contó entre sollozos que le faltaban sus hermanos, que Imelda había desaparecido, que Damián no estaba en su cuarto.
El malón de gente enfiló hacia la casa de la esquina.
Ahí les esperaba lo peor, en realidad a Augusto le esperaba lo peor. Todo iba a cambiar para siempre.
La casa era un desastre, un olor putrefacto impregnado en las paredes hizo retroceder a unas cuantas personas nauseabundas. Pilas de diarios, pilas de platos, Augusto no podía comprender, si tan solo antes de ayer había hecho la limpieza general y una de las más profundas, hasta Imelda había ayudado.
La gente siguió avanzando por la casa. Las habitaciones estaban atestadas de bandejas, todas con platos llenos de comida (la mayoría en un estado de descomposición tal que era imposible adivinar de que se había tratado).
No había ningún indicio de que alguien más habitara la casa. No había ropa, ni objetos personales de ningún tipo. Un solo cepillo de dientes en el baño, una sola silla en el comedor, todo indicaba que Augusto estaba solo.
La gente comenzó a indagarlo y justo allí fue donde todo cambió. Las miradas, el tono de voz. ¿Acaso esta gente creía que Augusto estaba loco?
Lo tomaron de las manos y los pies y, contra su voluntad, lo llevaron al hospital del pueblo.
El cambio allí fue drástico. Diagnóstico realizado sellado y confirmado por los tres especialistas más especialistas de los alrededores.
Imelda y Damián son solo producto de su imaginación, algo así le dijeron.
Imposible, como?, como sucedió?
Augusto sufrió en silencio varias semanas o meses o años no sabía, la medicación era tan fuerte que casi no lo dejaba pensar en nada.
Solo extrañaba, y mucho, a Imelda y a su protegido, Damián.
Está deprimido, le dijeron.
Y lo medicaban y no lo dejaban salir; ni siquiera asomarse a la ventana que él sabía estaba en el pasillo al que daba la puerta del pequeño cuarto en donde se pasaba las semanas o meses o años, no sabía.
Hasta que un día todo cambió otra vez. Augusto se dio cuenta que los doctores se equivocaban. Sus hermanos no habían desaparecido o al menos la medicación no había podido con ellos. Y allí estaban, en el cuartito de Augusto. Y habían venido para quedarse, decían. Y los tres juntos hablaban y se reían y se ponían al día. Y jugaban a juegos, y se burlaban de los doctores y a veces, solo a veces, se peleaban y se gritaban pero así y todo se quedaron juntos Augusto, Imelda y Damián por semanas y meses y años.

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