jueves, 22 de mayo de 2008

Como en casa, o eso pretendía que uno sintiera el bed and breakfast de entrada elegante y habitaciones modestas de la calle Azcuénaga.
Mal no le iba: las habitaciones que daban al pulmón de manzana siempre estaban ocupadas por turistas o por alguna parejita local deseosa de reavivar el amor. Las que daban al frente estaban casi siempre vacías, pero no importaba, con las de atrás alcanzaba para mantener el lugar y para vivir bien.
El fin de semana largo de junio fue un éxito.
En el cuarto azul una pareja de alemanes de mediana edad, en el de al lado, el amarillo, dos francesas y en el de la punta un matrimonio de unos treinta.
No solo eso, dos de los cuartos que daban al frente estaban ocupados. Un gordo yankee en una y una chica joven con una nena chiquita en la otra. Record.
El domingo temprano: desayuno.
Listo, mesa larga, tostadas, pancitos y jugos de todos los colores; Listo, manteles, sillas enfundadas y flores en los centros de mesa; Listo, todo listo, pero no, pánico.
Donde esta, donde lo pusieron, quien lo movió, imposible, me desmayo, me voy, no, me caigo, creo que me voy a morir.
El jarrón de plata, ese que vino con la abuela de la abuela de una de las viejas que maneja el bed and breakfast desapareció.
Se esfumó, ya no está, ya no hay rastros.
Caos en el salón del desayuno. Vieja que se descompone, otra que grita, empleadas que no saben para donde disparar y se chocan entre ellas, sobrino nieto de la vieja casi desmayada que se ríe, vieja que gritaba que lo acusa de borracho, pareja de alemanes desconcertados al pie de la escalera, francesas, madre e hija y matrimonio porteño pegados contra la pared y gordo yankee comiendo pancitos a toda velocidad.
Hay que tranquilizarse porque así no se soluciona nada; revisamos a todos, nadie se va si el jarrón no aparece.
Dicho y hecho: huéspedes en fila. Una vieja les abre las valijas sin pudor mientras la otra pide disculpas.
Nada, no hay nada.
No se pudo haber ido caminando sólo. Acá hay un vivo.
El jarrón pasó a segundo plano, ahora se busca un culpable. Y cuando hay que buscar un culpable y no hay pistas pero la sed de acusación es grande, que mejor que él, el evidente, el seguramente fuiste vos, no, no hay duda de que fuiste vos; el sobrino nieto de la vieja desmayada, nieta de la nieta de la que trajo ese jarrón de vaya uno a saber donde. El sobrino nieto que si hace dos minutos fue acusado de borracho, ahora es señalado como el vago inútil. Y redoblamos la apuesta, y la vieja que gritaba lo acusa de drogadicto.
Y listo.
Ya no hay duda, fue el sobrino nieto. El borracho, vago inútil, drogadicto, sobrino nieto de la dueña del jarrón.
Y los huéspedes se pueden retirar en paz. Y la dueña del jarrón se olvida del jarrón porque ahora tiene para decirle a su hermana que su nieto es un desastre y eso la deleita mucho más que cualquier adorno, por lindo, caro o antiguo que sea.
Y la vieja que gritaba es la más satisfecha de todos, nadie sospecharía de la justiciera, aunque solo sea, en realidad, una detectora de perejiles.

viernes, 16 de mayo de 2008

gr ata ignoran cia

Beltrán tenía siete, y aunque él se pensaba una persona responsable su mamá no estaba lista para dejarlo solo en casa. Por eso, cada vez que tenía que ir a algún lado y no era horario de colegio o era fin de semana, llamaba a la señora Fani, la vecina de la vuelta que era una especie de abuela de Beltrán pero sin ser ni la mamá se su mamá ni la mamá de su papá.
Fani era bastante grande, casi vieja se podría decir. De estatura media y caderas anchas, siempre de vestido y maquillada como una puerta. Olía a perfume de señora coqueta y caminaba sin dificultad subida a unos tacos altísimos. Fumaba cigarrillos de los blancos finitos y, no se sabe bien, pero parece que usaba peluca.
En cuanto la mamá de Beltrán llamaba, la mujer aparecía. Era como si no tuviese otra cosa que hacer o como si hacer de niñera de improvisto fuese su prioridad absoluta.
Desde que se escuchaba el ruidito de los tacos contra la vereda hasta que la mamá de Beltrán volvía, siempre pasaba lo mismo:
Llegaba y casi inmediatamente se instalaba en el teléfono de la cocina, el pegado contra la pared. Hablaba bajo y se tapaba la boca con la mano, como si a Beltrán fuera a importarle lo que una señora grande tenía para decir (menos le iba a importar si estaba viendo a los Power luchar contra los malos o al dinosaurio violeta cantar en inglés en el canal de dibujitos; aprovechaba, porque su mamá no lo dejaba ver mucha tele pero a la niñera no le molestaba nada).
Después de una media hora de llamados y como un cenicero y medio lleno de colillas manchadas de rouge, llegaban los amigos de Fani.
En realidad venían de a uno. Se ve que querían ver la casa, porque Fani siempre los llevaba hasta el fondo. Era raro porque no estaba en venta.
Beltrán prefería aprovechar para ver la tele y no meterse con los asuntos de la señora y sus amigos; lo que si pensaba, y lo pensaba siempre, es que mostrarles la casa a todos esos hombres de una sola vez sería mucho menos trabajo, pero evidentemente Fani no pensaba lo mismo.

jueves, 8 de mayo de 2008

el V i e jo

Se sentó en el sillón de la entrada. Paraguas en mano y caja de herramientas en la otra, esperaba que el taxi lo viniera a buscar.
Miró su reloj seis veces y bostezó otras cuatro. Contempló el cuadro a su derecha poniendo especial atención en el detalle de las cintas amarillas del grupo de niñas vestidas de uniforme paradas en el fondo de la escena.
El mayordomo salió apurado de la cocina con una bandeja. Tropezó con el paraguas del señor que esperaba en el sillón y cayó al suelo.
El vaso de Whisky se hizo añicos, la caja de metal, que alguna vez había sido de caramelos ácidos y funcionaba como pastillero, se había abierto de par en par dejando escapar las treinta y un pastillas de colores por el hall de entrada.
El señor que esperaba se inclinó en el piso dejando ver su ropa interior de rayas rojas y azules y recogió las pastillas que estaban a su alcance. Tomó cuatro de las grandes y siete de las capsulas, esas que suelen ser de dos colores pero en este caso eran blancas.
Por la puerta corrediza que da al comedor apareció Matilde. Cuando vio el vaso puso el grito en el cielo. Acto seguido tomó un plumero pequeño del cuarto cajón de la cómoda junto al sillón de la entrada, no del lado del cuadro de las colegialas sino del otro, y se puso a plumerear los escalones, los primeros tres, en donde las partículas de vidrio del vaso habían llegado.
Después de la escena, que vi asomado de entre las barandas, volví a mi habitación que tengo hace dos meses; la anterior, al fondo de este pasillo justo frente al baño de azulejos verde agua, me había cansado. Dormí en ella más de dos tercios de mi vida, y la cama al ser de dos plazas me resultaba fría. Además la ventana da a Montevideo y el ciento dos que pasa cada veinte minutos puede ser muy molesto de noche.
Como le decía doctor, regresé a mi habitación después del espectáculo.
Eran las cuatro y treinta siete de la tarde cuando finalmente me di cuenta que tengo un grave problema.
No retener el nombre del plomero es una cosa, pero olvidar el del mayordomo es, sin lugar a duda, una señal de que mi memoria esta fallando.

viernes, 2 de mayo de 2008

1 0a ñ o sa n t e s

El sol brillaba alto en el cielo de Lanús oeste, pero ella seguía en la cama.
Hacía horas que miraba su habitación acostada. Los anaqueles repletos de muñecas, la ventana doble que daban al jardín y el empapelado de gardenias que alguien le había traído alguna vez desde Francia.
Al mismo tiempo pero abajo, en la cocina, las empleadas no daban abasto. Una lustraba cubiertos de plata, otra preparaba cientos de servilletas blancas, dos armaban masitas y una quinta cubría de glaseado una torta de unos cincuenta centímetros de largo y de cómo tres pisos.
Afuera dos hombres se ocupaban del jardín de atrás. Cortaban el césped, los arbustos y barrían la galería. Además dos señoras mayores armaban arreglos florales para afuera y para adentro, y uno bien grande para la entrada principal.
Arriba la niña seguía acostada, esperando a que él volviera, porque si él no estaba ningún cumpleaños valía la pena.
A eso de las once y media llamaron a la puerta.
La empleada que ya casi no tenía cubiertos por lustrar atendió a dos hombres que, luego de dar ciertas explicaciones, esperaron en la sala de estar.
Cerca del mediodía la niña escuchó eso que tanto anhelaba. Ya desde lejos reconocía el motor del Taunus, el sonido específico que hacía al doblar en la esquina y como rechinaba la puerta cuando se abría y se cerraba en el garaje de su casa.
Saltó de la cama y así como estaba, en camisón, bajó lo más rápido que pudo.
Cuando llegó al pie de la escalera contempló con horror la imagen que, diez años después, la llevaría a cometer el acto más aberrante de su vida.
Los hombres que esperaban en la sala de estar tomaron a su padre de los brazos, le colocaron esposas y sin más se lo llevaron.
Y ahí, al pie de la escalera de la casa de Lanús Oeste, en donde una niña había sido feliz, Emma Zunz conoció la desdicha de crecer de golpe.