viernes, 2 de mayo de 2008

1 0a ñ o sa n t e s

El sol brillaba alto en el cielo de Lanús oeste, pero ella seguía en la cama.
Hacía horas que miraba su habitación acostada. Los anaqueles repletos de muñecas, la ventana doble que daban al jardín y el empapelado de gardenias que alguien le había traído alguna vez desde Francia.
Al mismo tiempo pero abajo, en la cocina, las empleadas no daban abasto. Una lustraba cubiertos de plata, otra preparaba cientos de servilletas blancas, dos armaban masitas y una quinta cubría de glaseado una torta de unos cincuenta centímetros de largo y de cómo tres pisos.
Afuera dos hombres se ocupaban del jardín de atrás. Cortaban el césped, los arbustos y barrían la galería. Además dos señoras mayores armaban arreglos florales para afuera y para adentro, y uno bien grande para la entrada principal.
Arriba la niña seguía acostada, esperando a que él volviera, porque si él no estaba ningún cumpleaños valía la pena.
A eso de las once y media llamaron a la puerta.
La empleada que ya casi no tenía cubiertos por lustrar atendió a dos hombres que, luego de dar ciertas explicaciones, esperaron en la sala de estar.
Cerca del mediodía la niña escuchó eso que tanto anhelaba. Ya desde lejos reconocía el motor del Taunus, el sonido específico que hacía al doblar en la esquina y como rechinaba la puerta cuando se abría y se cerraba en el garaje de su casa.
Saltó de la cama y así como estaba, en camisón, bajó lo más rápido que pudo.
Cuando llegó al pie de la escalera contempló con horror la imagen que, diez años después, la llevaría a cometer el acto más aberrante de su vida.
Los hombres que esperaban en la sala de estar tomaron a su padre de los brazos, le colocaron esposas y sin más se lo llevaron.
Y ahí, al pie de la escalera de la casa de Lanús Oeste, en donde una niña había sido feliz, Emma Zunz conoció la desdicha de crecer de golpe.

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